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Sobrasada, miel y champagne

En un mundo en el que comer lo que come tu vecino ya no está bien visto, parece que nadie se ha preguntado dónde han quedado todas esas cosas simples con las que antes éramos felices. La sociedad nos empuja a sentirnos menos especiales si no consumimos productos gourmet, y nos quita el derecho de sentirnos exclusivos olvidándose de que un sentimiento no se da o se quita, sino que se siente o no.

Y es que para disfrutar de un buen plato no hace falta que el contenido sea mayor que el continente, ni que el nombre de lo que estamos comiendo sea más largo de lo que podemos llegar a recordar. Yo soy de los que todavía responden “donde sea, pero contigo” a la pregunta “dónde quieres que vayamos hoy”, y de los que disfrutan el doble de la cena si la conversación hace que tengan que apagar las luces del restaurante para echarnos.

Soy de los que improvisan una velada romántica con una tabla de quesos, unas rebanadas de pan con sobrasada y miel al horno, y una botella de champagne. De los que si no hay velas, encienden la luz de la habitación más alejada y apagan todas las demás; de los que ponen música de fondo y no dejan de sonreír en toda la noche, sabiendo que para ser felices no hace falta nada más. De los que repiten si les ha gustado, y de los que comparten si alguien se ha quedado sin probar. Pero también de los que animan a descubrir nuevos lugares, nuevos olores, nuevos sabores, porque es mejor disfrutar de todo que de sólo una parte.

Artículo escrito por Thinking Lola

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